En la torre

Las lechuzas son difíciles de ver. Además por tener una vida nocturna, son las aves con el vuelo más silencioso que existen. Dicen que dan buen augurio. Será porque liberan de roedores a los campos de cultivo.
Era por Navidad, cuando la vi sentada, blanca y hermosa, en el muro del huerto del vecino, al otro lado de la plaza. Cuando me acerqué levantó sus alas silenciosas y desapareció entre los pinos. Me quede maravillada.

En la aldea hay una pequeña iglesia de una sola nave y campanario. En la casa anexa (la rectoría parroquial),  vive una simpática monja ermitaña que abre y cierra la casa de Dios. No sé si cuando se acuerda o cuando le apetece, pero de vez en cuando hace sonar la campana para anunciar el Ángelus.

Es primavera y me acerco atraída por el ding-dong de la campana y entro en la iglesia donde encuentro, a mano izquierda, una vieja portezuela abierta por la cual se accede a la torre del campanario.
No hay nadie a la vista, pero la bombilla, que alumbra escasamente el interior de la torre, esta encendida.
Como una niña traviesa decido subir. Una cuerda aparece colgada desde los confines del cielo e invita a tirar de ella. Me abstengo en mi impulso, no vaya a ser que me descubra justo ahora. Lentamente y con mucho cuidado subo por la escalera de madera endeble. El pasamanos, mejor no lo toco. La luz de la bombilla alcanza poca altura y produce sombras tenebrosas sobre las paredes de piedra. Arriba del todo y a lo largo de la escalera, que parece un gallinero, hay otra puertecilla, plumas y mugre por todos los peldaños. !Ay que grima¡. Al abrir el chaflán me encuentro con una pequeña plataforma. Deslumbrada por la luz del día siento cierto mareo. En el suelo más plumas esparcidas y muchas bolas peludas y negras. Ahí esta, colgada a contraluz en la ventana de la cara sur, la campana hermosa y silenciosa ahora. Las tres aberturas del campanario ofrecen una vista de pájaro. Veo el mar, las montañas y la pequeña aldea colorida. Que suerte de visión y !que vértigo¡.

Cuando me acostumbro poco a poco al lugar, me fijo de nuevo en las bolas y reconozco su origen. Son egagrópilas que regurgita el ave. Los restos indigestibles de las presas de la lechuza. !Sorpresa¡ Al bajar encuentro su nido en el hueco del ventanuco que da a la cara norte. Hay, escondidos detrás de una losa de piedra, dos huevos blancos sobre unas pocas ramitas. ¿Habré asustado a sus dueños? Vaya. Me apresuro a bajar, no sin cuidado, con la esperanza de no haber interrumpido su tranquilidad.

En las noches del verano escuchamos los chirridos fantasmales que provienen de la torre del campanario y me da la certeza de no haber sido demasiado molesta aquel día. Esta creciendo la siguiente generación de lechuzas en L'Albà.